Sandra y Lucas habitan Todas las cosas al corazón (2023) desde sus extremos, haciendo que el final de cada unx sea el centro de lxs dos. Sandra, desde sus recolecciones, también con una carta fechada: Beniarrés, 1914. Hay botánica en un cuaderno, en una vereda y por todos lados. Lucas, desde su alfabeto marginal, cita autorxs diversxs, están las cosas, los carteles, los del Barco y los “sentidos”.

técnica de vida
mirar en redondo
caminar
dejar de hacerlo
pensar adentro

volver a mí
cerca del suelo
afuera
microscopear
estar con ella
y desviarnos

radicalizar el tiempo singular
de lo común
de los recuerdos y los colores,
del olvido

recolectar

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Todas las cosas al corazón
1º ed. Córdoba 2023: Edición de autorxs
Sandra Abichain y Lucas Di Pascuale
80 páginas; 18 x 11
x 500 ejemplares

Presentación de Todas las cosas al corazón con la participación de Gabriela Milone y Rodolfo Osses. EPA, octubre de 2023, Córdoba.
PH Christian Roman

Capricho y latencia
Sobre Todas las cosas al corazón de Sandra Abichain y Lucas Di Pascuale
Por Gabriela Milone

¿Qué decimos cuando hablamos de gestos simples, de la delicadeza de un gesto, de la mínima intervención -táctil o no- de una mano sobre una cosa, papel o flor? ¿Qué se cifra en la inclinación, en el recorrido de un cuerpo pendulado sobre sí, para agarrar -pero con qué garras- una flor, una piedra, un rayito de sol? La flor que un día nace, por un gesto único -casi un pellizco suave- termina en un herbario que aguarda ser hallado, que cuenta con el tiempo de aliado. Esa flor no ha muerto; tampoco vive. Digamos que está aferrada al papel con una vida rara, una supervivencia espectral, un interregno donde los colores y las formas son de otra naturaleza y viven una vida de planicies y transparencias. Habitan en la capa opaca que ha adoptado el color por la sequedad de los días. Una flor seca es un colmo de tiempo, una cripta de memoria, una superficie que guarda gestos fósiles -humanos o no- de quienes la tocaron, la rozaron, la sobrevolaron, la seleccionaron, finalmente, la recogieron para volverla un tesoro de singularidad. Esa flor, no otra. El capricho calculado de todo herbario cifra tanto la cuota de azar como la cuota de necesidad: entre el género y la especie, entre la especie y el ejemplar, entre el ejemplar y esa pieza única, sola, singular, específica y extraordinaria elegida entre todas las otras posibles. Un herbario es un ejercicio que nos enfrenta a lo posible, en acto. Recuerdo que de chiquita encontraba flores secas en libros -en los pocos libros- que había en la casa de mis abuelos. Era mi abuela María la que tenía esa costumbre, ese fetiche, esa extraña felicidad. Porque abrir un libro y encontrarse ese tesoro, hojas entre hojas, flor plana, signo entre palabras, en un colmo de tintas (vegetales coloridas, minerales negras), significaba para mí un encuentro cara a cara con la muerte, sí, pero una muerte que no conoce la desintegración. Una flor cortada, muerta, seca y aplanada, es un signo inaudito. El herbario de Ilda aparece en Las cosas directo al corazón como los fasmas en el bosque. Lo que aparece trae no sólo preguntas, enigmas, misterios; también trae formas, decisiones, respuestas. Lo que aparece -una colección de flores secas- se muestra como un criptóforo, como eso que “se oculta a sí mismo el hecho de haber perdido algo” y que “enmascara la herida porque es innombrable” (como sostiene Perniola).  La cripta resplandece porque ha olvidado lo que oculta; y es esa aparente contradicción lo que se refleja en la flor plana. Lo que ha perdido su volumen por sequedad es ahora la flor como cripta, que se las arregla para hablar en secreto, para hablar del secreto, para hacer del secreto esa materia que secreta y deja su huella, su marca, su hilo brillante.

Hagamos el juego de las palabras, aún cuando la lengua ya ha decidido por nosotras (como dice Didi-Huberman). Entre filiación e hilación, entre hilo e hijo, entre filo e hilo, hay una veta para lateralizar nuestra mirada, para jugar con el pasado en lo pesado que pueden ser las herencias, para volverlas hilos, finas líneas de materia textil con las que se borda un nombre. El borde del bordado, nombre sobre el papel, tira del hilo de la filiación para dejar su relieve, para plasmar -con ese gesto de la mano- el riesgo de estar al filo. El filo del hilo, su aparente aspereza, hace del bordado un desborde, un relieve que puede ser ínfimo pero no imperceptible. La mano tantea al filo su filiación. Así, el filo se vuelve hilo, el hilo traza una filiación, la filía se vuelve flor.  Si decimos filo con resonancias de latín, nos referimos a hilo. Si decimos philo con resonancias de griego, decimos amor, amistad (filosofía), pero también decimos filón, hoja (clorofila). Es fascinante saberse siempre ante el mejor guardado de los misterios, el enigma sonoro de la lengua: en la combinación de cuatro letras se agazapa el animal huidizo del sentido. En tensión, está en acto. Sus resortes están comprimidos, pero si se sueltan el salto se hará a la pluralidad. Sentido se dice en singular, pero es siempre plural. Nunca el sentido va en un solo sentido, y si así fuera, hay obturación, no juego. Aunque, en verdad, quizá el juego del sentido singular-plural es la obturación del sentido. Y entonces toda pregunta por el sentido se vuelve siempre urgente. El sentido se muestra como una dirección que se indica. Se dice como una cosa que se encuentra. Se siente como una piel que se estremece. La anfibología del sentido, no dos sino sus múltiples sentidos, nos enfrentan a la rareza de la lengua así como el herbario nos muestra la extrañeza de una flor plana. Cómo escribir el sentido siempre múltiple, nunca uno; siempre al borde de la saturación, al límite de su evanescencia.

¿Necesitamos otro código para hablar del sentido del sentido; o sea, para sentirlo, para seguirlo? ¿Acaso necesitamos un alfabeto marginal, que busque escribir dibujando y viceversa, en la confluencia de la escrituradibujo como gesto único de la mano? En el ancestral gesto de la mano que sutilmente pellizca esa flor, que luego prensa y finalmente pega en una hoja, convive el ancestral gesto de una mano que prensa entre su índice y su pulgar una materia punzante o secretante para abrir la curva del trazo, grafo del dibujo y grafo de la grafía. La letra es un dibujo. El dibujo puede ser una letra. La mano es la misma, el papel es el paisaje, ese pequeño país de la página. Quién escribe, en qué sentido, hacia dónde, con qué fin. El alfabeto marginal también puede pensarse como un criptóforo, como el colmo del signo que ha inventado su juego y, en ese momento, lo olvida, lo enmascara, lo vuelve misterio revelado. No podemos leer con el alfabeto marginal; tampoco podremos escribirlo. La imposibilidad de su transmisión, de mano a mano, lo salva de la tentación de pensarlo como un código. De igual modo, nos corre de la legibilidad como un modo de habitarlo. Ni legible ni escribible, el margen de la letra es dibujo y viceversa. Sabemos que en esta escrituradibujo hay una pregunta sostenida por el sentido. Esta contradicción no se vuelve catástrofe: la cripta resplandece y nos enfrenta al ruido blanco de nuestro alfabeto. En el lugar de la letra, el dibujo y viceversa. En el lugar de la flor, su planicie y viceversa.

Todas las cosas al corazón: el título hace referencia al epígrafe de este libro de Lucas y Sandra, epígrafe que a su vez referencia un texto de Oscar del Barco, texto que a la vez hace referencia a un libro de Nietzsche. Este juego de espejos entre voces tiene un sentido, una dirección, van a un centro. Pero la cita de Nietzsche, citada a su vez por del Barco, dice: “todas las cosas al corazón de la naturaleza”. No quisiera preguntar por qué se habrá elidido la palabra naturaleza. No quisiera creer que esa elipsis pudiera tener una respuesta. Prefiero pensarlo en continuidad con el gesto de pellizcar una flor: hay una parte que se  guarda (el corazón), otra que se pierde (la naturaleza). Prefiero pensarlo en contigüidad con el gesto de inventar el dibujo de un alfabeto: una parte se guarda (el corazón del trazo), otra se pierde (la naturaleza de lo legible). Todas las cosas al corazón, pero hay un desvío, una suspensión de la naturaleza.

El recuerdo marca el pulso del olvido. Hay una raíz suspendida en el papel. Hay una letra irreproducible, un dibujo que habita la página en apariencia de escritura. No es lo ínfimo, es lo infinito de estas obras lo que se sustrae al sentido como totalidad. ¿Cuándo se termina de recolectar, cuándo de escribir, de dibujar? La flor a la letra,  la letra en flor,  la multiplicidad de la naturaleza, la singularidad de un ritmo compartido: todas las cosas tendrán el sentido del corazón, de esa cuerda que vibra ante la mínima persistencia del tiempo.

Herbario y alfabeto: dos criptas en el tiempo que se abren a su enigma,  dos enclaves en el espacio que desbordan su trazado. La planicie de su disposición no debería engañarnos: ahí, aquí, laten los vestigios de las manos y sus gestos, una memoria en sepia que atesora los rastros, la latencia, los caprichos de la forma, la fábula del sentido.

                                                                                               

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